De comenzar por algún sitio, es recomendable hacerlo por el
principio. Y la libertad que otorga escribir es que el escribiente marca la
pauta y la ficción. Aún así, excepcionalmente, lo haré respetando la cronología
que marca el paso del tiempo.
Hablando con mi querido nihilista de apellido judío, allá
cuando dicen que comienzan las semanas, obtuve la pauta metafórica periódica.
No podía ser otra que el abstracto concepto del tiempo. Es cierto que él
incluyó en la conversación otras pautas existenciales cercanas al espacio. Me habló
el nihilista concretamente del contenido de las botellas, vacías o llenas, no
sólo en referencia a cómo se las mira, sino a lo que ofrecemos cada uno según
nuestras cualidades y, porqué no, nuestra edad, dentro de éstas Él decía que la
esencia de mi botella anda gastada. Me enrabieté y negué la evidencia.
Reflexioné acerca de si la botella es el mejor recipiente
para explicar el flujo de la vida. Dando alguna que otra vuelta, valoré que el continente
más correcto podría ser la bañera. Por ejemplo, una de esas que hay en los
hoteles sofisticados que desconozco, desintegradas del resto del mobiliario
escatológico de los cuartos de baño. Una como las del lejano oeste, como las
que le gustan a Clint, pero revestidas en blanco. Una bañera donde podríamos
dormir, amar, u observar cómo fluye el tiempo. La metáfora comienza ahí, en el
recorrido del agua en el que nos mojamos. Imagino que el fluido se va consumiendo
a través del desagüe, a partir del momento en el que quitamos el tapón, con la
esperanza de que te ubiquen en otro recipiente, u otras aguas, como el mar
abierto. Posteriormente, con la edad te das cuenta que era una trampa. Sólo
podemos estar en nuestra bañera. Entonces, persigues otro fin. Ya sólo deseas encontrar
otro material que limite la pérdida del líquido y te permita disfrutar de lo que tienes.
Durante la semana he ido observando a los que me rodean.
Todavía no había citado aquí a El padre perfecto, aunque en muchas ocasiones ha
entrado en los borradores de estos textos. Nuestra diferencia de edad justifica
su presencia en esta metáfora, y sus cualidades y competencias seguro que le
harán participar en otras. Él tiene abierto conscientemente el tapón de su
imaginada bañera. Se nota. Está siempre pendiente de aprender y su presencia
revitaliza su entorno, puede que precisamente del agua compartida. Y yo
egoísta me aprovecho de esta
circunstancia, quizá porque en algún momento me comporté como él hace ahora.
Además, conocí a Erec y Enide, que no son otras, en la
ficción que vivimos, que Noelia y Eurice, si es que ésta última se llama así.
Ellas buscan empleo. También se nota que se bañan con júbilo en sus imaginadas
bañeras. No saben todavía de la existencia de un tapón, ni les importa, y
aprovechan para salpicar indiscriminadamente a quien tienen al lado. Como se
entenderá la leyenda del tiempo es suya. Y su leyenda permite alimentar la
nuestra y de paso a algunos, llenar el tiempo de metáforas. Si en estas
circunstancias actuales trabajara con otras personas que, o bien tuvieran
rasgada su bañera, o hubiera que explicarlas que puede taponar el desagüe,
quizá hubiera tirado la toalla, o simplemente me habría escapado mentalmente
tras una bomba de humo. A ellas, gracias.
Erec y Enide, a diferencia de sus homónimos artúricos, no
son amantes. Son amigas, comparten su temprana maternidad y disfrutan de
aventuras fabuladas como es la de buscar empleo. Su presencia en la cueva
diseñada por un prestigioso arquitecto justifica nuestra actividad y la posible
lucha por defender nuestros derechos, aunque sólo sea por mantener el desagüe
obstruido.
Para concluir, en la leyenda del tiempo, es inevitable citar
a mi respetada contrincante en las palabras, y en los silencios, Judith Polgar.
Judía de origen como el nihilista, con ella me entretengo en un tablero
desproporcionado, sin mesa, de momento. Judith se ubica en una bañera
diferente, repleta del agua que ella ha ido guardando y de toda la que le ha ido
salpicado de tantos otros, y otras, como Erec y Enide.