Epílogo o
prólogo.
El niño lobo ha
vuelto. Se presentó sin avisar un día de diciembre. Corría descoordinado, sin
saber hacia dónde dirigía sus pasos. Se topó conmigo; le paré extendiendo mis
brazos, y con las palmas de mis manos, mostrando mis líneas de vida, toqué las
suyas.
Milagro. No sanó
el niño el lobo, únicamente rescató mis sentimientos.
Según consulté
posteriormente, había varios casos de niños lobo que vivían cerca de mi casa.
Además, vi algún dibujo descriptivo, semejante al niño con el que me crucé. Como
rasgo principal, la presencia y distribución de su bello. En la cabeza, ralo y
vigoroso y en su rostro, una incipiente pelusa. En la descripción posterior, resaltaban
los sonidos con los que se comunicaban, expresiones onomatopéyicas imprecisas.
Y el pronóstico final, difícil pronóstico. Pronóstico impreciso pensé.
En algunas
edificaciones de ciertos lugares comunes, no existen puertas, y el espacio se
extiende, igual que la distribución del tiempo. En el hueco donde deberían
ubicarse las puertas, se colocan cortinas de diversos materiales, que guardan
la intimidad del lugar.
El problema
surgió cuando se tuvieron que cerrar las puertas y colocar varias cerraduras.
El problema fue que había algo que guardar y se fueron los niños lobo, resguardándose
en lugares alejados. Y con ellos huyeron las chicas que tocaban la armónica y
los negritos bailones. Se fueron yendo todos, como la magia que habitó en las
palmas de mi mano, que decoraban mis líneas de vida.
El problema
surgió cuando empezamos a contar números. Al uno le seguía el dos, pero éste saltaba
hasta el trescientos quince, por ejemplo. Las paredes se había pintado de un
azul demasiado intenso y estaban congelado los pensamientos.
Así un día, y
otro día, hasta que se prestaba demasiada atención a los días que faltaban, y
no a aquellos que todavía tendríamos que
disfrutar. Pasó que se miraba con frialdad, dirigiendo siempre la vista hacia
el mismo lugar. Así el día torcido, cuando veíamos algo diferente, no
reparábamos en ello, ¿acaso lo necesitábamos?
Le dije que ya
había estado en Alsacia. En alguna ocasión todos hemos estado en Alsacia. Leí
que allí fue humillado el ciclista Luis Ocaña por Eddy Mercks. Lo sabía desde
hace tiempo pero no quería recordarlo, porque pensaba más en la gloría de éste
último que en la amargura del primero. Además, ya conocía Colmar, en el corazón
de los Vosgos alsacianos. Pero no le di importancia, quizá porque quise crear
un lugar común, cuando en realidad era un lugar ausente, perdido. Un lugar en
el que se había cerrado de antemano la puerta.
Vi al niño lobo a
una distancia considerable de Alsacia, por casualidad, en otro lugar que no
viene al caso.
Milagro. No sanó
el niño el lobo, únicamente rescató mis sentimientos. Y sentí que hay lugares
ausentes, vacíos, repletos de personas dignas con historias por contar.
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