domingo, 8 de marzo de 2020

Cínico



Se compró un megáfono y dio al interruptor que podía expandir con mayor fuerza el sonido. Hace años, en lugar de la estridencia pensaba que era mejor escuchar y susurrar al oído, pero aquello tenía los días contados. Le enseñaron que la calma le permitiría ser un buen profesional, que inevitablemente tendría que ir despacio, siguiendo un camino que incluso podría construir. Esta es la mejor manera de avanzar, le dijeron. Y no le explicaron cómo eran realmente las cosas.

Se compró una bata blanca y un cinturón gris para ceñírsela al cuerpo. Enmarcó su título usando una madera de caoba con incrustaciones doradas. Tardó dos años en perder su esencia y fue empleando herramientas más sofisticadas. Con su primera motosierra, cortó hasta veinte árboles y aproximadamente cuarenta y seis arbustos, para avanzar más rápido; con su GPS digital pudo desplazarse en la oscuridad; y con el megáfono se volvió un cínico. Llegó a la plaza, aquella en la que colgaban banderas de la República, pancartas reclamando la construcción de un anillo verde o del soterramiento de la autopista. En la plaza había niños jugando, abuelos sentados y perros sueltos. Decía lo que pensaba que los demás querían escuchar, palabra por palabra. No hubo margen de error, estaba totalmente equivocado. Y qué más da, pensó, si realmente estoy progresando. Cuando se fue, cada cual siguió con su rutina. Pasado el tiempo, los niños se hicieron mayores, los abuelos se murieron y los perros se fueron hacia otro lado. Nadie recordó al cínico del megáfono. En el lugar en el que estudió, continúan enseñando. Ahora ya saben que todas las palabras se las lleva el tiempo.

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