Se compró un megáfono y dio al interruptor que podía expandir
con mayor fuerza el sonido. Hace años, en lugar de la estridencia pensaba que
era mejor escuchar y susurrar al oído, pero aquello tenía los días contados. Le
enseñaron que la calma le permitiría ser un buen profesional, que inevitablemente
tendría que ir despacio, siguiendo un camino que incluso podría construir. Esta
es la mejor manera de avanzar, le dijeron. Y no le explicaron cómo eran
realmente las cosas.
Se compró una bata blanca y un cinturón gris para ceñírsela al
cuerpo. Enmarcó su título usando una madera de caoba con incrustaciones
doradas. Tardó dos años en perder su esencia y fue empleando herramientas más
sofisticadas. Con su primera motosierra, cortó hasta veinte árboles y aproximadamente
cuarenta y seis arbustos, para avanzar más rápido; con su GPS digital pudo
desplazarse en la oscuridad; y con el megáfono se volvió un cínico. Llegó a la
plaza, aquella en la que colgaban banderas de la República, pancartas
reclamando la construcción de un anillo verde o del soterramiento de la
autopista. En la plaza había niños jugando, abuelos sentados y perros sueltos.
Decía lo que pensaba que los demás querían escuchar, palabra por palabra. No
hubo margen de error, estaba totalmente equivocado. Y qué más da, pensó, si
realmente estoy progresando. Cuando se fue, cada cual siguió con su rutina.
Pasado el tiempo, los niños se hicieron mayores, los abuelos se murieron y los
perros se fueron hacia otro lado. Nadie recordó al cínico del megáfono. En el lugar
en el que estudió, continúan enseñando. Ahora ya saben que todas las palabras
se las lleva el tiempo.
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