sábado, 30 de enero de 2016

MarcusYElEternoRetorno



El punto de inflexión de una iniciativa metafórica como esta surge cuando se regresa a la casilla de salida. En ese momento la propuesta se tambalea, emergen las dudas y se cuestiona la validez de todo esto. Justificas su continuidad en el cumplimiento de los objetivos propuestos y en creencias aprendidas en el pasado. La primera es el eterno retorno. Tuve un profesor que hablaba del arte comparándolo con un péndulo cíclico. Así de las vanguardias se vuelve con precisión a tradiciones anteriores, decía. Y vuelta a empezar. Esto lo contaba mientras se paseaba por los pasillos del aula con una pauta repetida hasta el infinito. La segunda es el conocimiento personal. La intuición de lo que somos, y que actuamos según ciclos.

Desde hace un tiempo sospechaba que las cosas no eran tan diferentes en la cueva a cómo funcionaban en el local del pasillo interminable, en lo que a uno se refiere, en lo que en el entorno se observa. Los seres humanos somos tan ingenuos para sobrevalorar nuestra capacidad de cambio, como  para  infravalorar nuestra identidad. Por suerte seguimos siendo, por mucho que las dimensiones de una cueva disten del espacio por el que se transita en un pasillo.

Marcus tiene nombre de cantante aunque no recuerdo concretamente a cuál se asemeja. Él estuvo en el pasillo y ahora regresa a la cueva. El ciclo del eterno retorno se repite en muchos jóvenes. El mercado laboral desquiciado obliga a la temporalidad, y la juventud de algunos obliga a volver a la casilla de salida. Pude charlar con Marcus junto a El símbolo de la felicidad. El siímbolo es pausado, motivador y con altas capacidades para la escucha activa. Así fue normal que Marcus se sintiera cómodo. De haberme dejado arrastrar a pies juntillas por la teoría del entorno retorno hubiera pensado que Marcus fácilmente se pondría a trabajar y al poco hubiera vuelto a la cueva a buscar empleo. La historia de un fracasado más. Al escucharle me di cuenta rápidamente de la equivocación. Marcus también había elaborado su teoría, siendo consciente de sus errores y aciertos, sus anhelos y miedos. Sin duda Marcus conoce su identidad y puede que sea consciente del eterno retorno, por lo menos sobre lo que ha venido sucediéndole en otras ocasiones. Escuchar a Marcus es un privilegio, sin duda. Una oportunidad de desechar los estereotipos que envuelven a los jóvenes.


Estoy convencido que todo puede mejorar, partiendo del conocimiento personal y los ciclos globales del eterno retorno. Escuchar es el principio, luchar contra lo previsible un reto, aunque todo se repita, una y mil veces, porque seguramente de esta forma tenga que ocurrir. En ocasiones nadar contracorriente es la miserable misión de nuestra profesión. Seamos conscientes de ello, de nuestra identidad y de los ciclos que nos volverán a colocar en la casilla inicial, como en tantas ocasiones.

sábado, 23 de enero de 2016

LaMetáforaDeLaPrincesa

La niebla en Alsacia es una pura maravilla.

Fue a principios de la semana cuando volví a encontrarme con Eurice, que en realidad responde a otro nombre. Ella ya ha aparecido en varias ocasiones entre tanta metáfora. Primeramente recordando su juventud en La leyenda del tiempo: Erec y Enide. Después cuestionando su verborrea frente a su capacidad de trabajo. Se tituló  Palabras, Fútbol y Billar. Ahora se ha producido el milagro, sin que haya dioses de por medio ni varitas mágicas para princesas.

La metáfora en sí, sin embargo, surgió cuando fue escrita una de entre semana, La Ola, y en aquella batalla cruenta contra el 70. Por cierto, de las batallas contra el articulado, en la última del ciclo semanal, descubrí que una bici es más rápida que un autobús, en recorrer Arturo Soria. En ese momento llegó la niebla a los barrios, que al igual que la alegría, difiere del lugar en el que te encuentres. La niebla es tan injusta como la democracia. Yo ya sabía por cuestiones familiares y laborales que por San Blas era especialmente llamativa. Así la vi llegando a García Noblejas con el Carrefour al fondo. Pedal tras pedal, una neurona subía mientras otra bajaba. La niebla en Alsacia es una pura maravilla porque la lluvía en Sevilla también lo es. Claro que esto es mentira, como la niebla. Si nos paramos a observar este efecto de la naturaleza, comprobaremos que no deja de ser  agua al ras, que no aguarrás. En realidad, donde la lluvía es una pura maravilla es en España.

Por eso me encanta la niebla, porque miente y favorece el plano corto, porque esconde cuando no quieres ver. Así la niebla en Alsacia se convierte en pura maravilla, porque sólo existe Alsacia, y en esta metáfora Eurice se hace realidad.

Con la niebla se suben mejor los puertos, al ver únicamente lo inmediato, pedal tras pedal, neurona que sube, neurona que baja, sólo una. Ya se lo dije a Hannan cuando tuvo  miedo por utilizar una caja registradora. Con la niebla también pueden llegar visitas inesperadas como la de Clint o la de mi querido nihilista de apellido judío. Sobre el primero le vi con dudas sobre los planos que está rodando. Él piensa que hay que triturarlos. No estoy de acuerdo, todo el material es rescatable. Ya quisiera cualquier director grabar como cuando él piensa que lo hace fatal. La niebla, por último, me gusta porque con su llegada no dejan de recuperarse sensaciones. En la cueva está pasando. Judith ha vuelto a ser ella y eso engrandece el trabajo que se realiza allí dentro.


Se me olvidaba Eurice. Su metáfora, como se ha comentado, es mágica por sus palabras, que no necesitan de ningún recurso literario de principiante. "Fernando – que parece que soy yo – me ha encantado sentir que la gente me haga caso. Me he sentido como una princesa". Sin más palabras, sin dioses ni varitas mágicas. Sólo permitiendo que ella pueda demostrar su valía, aunque sea en un trabajo de mierda.

miércoles, 20 de enero de 2016

LaOla

Cuenta la leyenda que un príncipe perdido en infinita riqueza únicamente deseaba sentir como el más pobre de su futuro reino. Quizá esa contradicción igualmente llene esta metáfora del mar que envidiamos los que vivimos colapsados de tierra, por lo menos le sucede a uno que escribe.

No hace mucho que un príncipe que aprende a ser mayor me preguntaba por Moby Dick, por un trabajo para el colegio. Como buen padre le expliqué la historia. Con matices profundos le dije que aquel al que llamaban Ahab en realidad no luchaba contra ningún enemigo. Su encarnizada batalla contra la ballena era producto de su orgullo. En otras metáforas ya expresé las bondades de no generar enemigos, y de haberlos, que siempre “hailos”, qué mejor que imaginarles inanimados, como el 70. Un Mobidick articulado.

Precisamente hoy mi lucha fue cruenta. Para un pistard como yo Arturo Soria sería adecuado sin tanto semáforo. En esas me deslizaría como un leopardo en la sábana. Aparte están los coches y el 70.

Detrás de mí, al acecho respira el autobús articulado. Encuentra un hueco y me adelanta para al instante parar en su marquesina correspondiente. Ni me inmuto. Elevo mi cuerpo para forzar la pedalada, indico que voy a adelantar por la izquierda y los coches que transitan por Arturo Soria no pitan. Sé que se han solidarizado conmigo y saben que el ciclista por una vez lleva razón. De aquí al final de la Ciudad Lineal, me cruzo varias veces con mi enemigo, pero a diferencia de Ahab renunció a lanzar el arpón que aniquile al autobús. Hoy quizá fue más fuerte el articulado, pero quién sabe qué sucederá próximamente.

Quizá estas imágenes marítimas vienen a propósito de cuestiones vividas durante esta media semana. Hablando con el guapo Moreno me quedé reflexionando sobre la gestión del tiempo, máxime en entornos laborales donde se pretende controlar la presencia sin reparar en el provecho de ese control. Al día siguiente mi querido nihilista judío balbuceaba cuando mantenía una conversación con Ed, el Jedi. El final  giraba sobre el mismo tema: el tiempo. De entre todas las cuestiones que intento trasmitir en las  metáforas, este concepto quizá marque el sino de éstas, al igual que el mismo genera dudas en mí por los efectos que provoca. ¿Y en el empleo? Entonces apareció la añoranza del agua.

Me contaba una amiga que disfrutó de un idílico amor con un marinero que medía las olas del mar. Me imagino que este trabajo no sería tan romántico como estar en una playa intuyendo el grosor, textura y fuerza del agua. Pero quizá sí valga para una metáfora posible.

Estoy sentado en la arena observando las olas. Un grupo de adolescentes corren con ansia hacia el mar. Van con tablas de surf recortadas, con su traje de neopreno – no como el del guapo Moreno -. Una cuerda les cuelga. Llegados al agua levantan más sus piernas para ser más efectivos, después se tumban y nadan. Una vez las olas se acercan, se colocan en posiciones variadas para afrontarlas. Alguien se queda a mi lado. Viste con neopreno, se ha sentado en la tabla y tiene una cuerda que surge de una pulsera que está en su muñeca. Yo no voy a meterme, me da miedo, me dice. Escucho. Todavía no ha llegado el momento. Me gustaría esperar y aprender más, seguro que será mejor para mí. Hasta ese momento no sabía quién me hablaba. Giro mi cabeza. Te conozco, le respondo. Te llamas Laura, ¿verdad?


Acompañé a Laura a una entrevista a pesar de que renegaba de acceder al mundo laboral. No le hablé de las olas, ni del mar, ni siquiera del tiempo. Con el frío que cala mis huesos es complicado pensar que alguien piense en bañarse. Ya después volví a la cueva pedaleando entre la Almudena. Las olas. Pienso en cómo era antes el mundo del trabajo, cómo se bañaba antes la gente. Cómo ha cambiado todo. El tiempo. Aguas tranquilas, baños refrescantes. Ahora hay más olas y mil artilugios para afrontarlas, sin embargo, ¿nadie ha pensado que el mar infunde respeto? Es posible que sea cuestión de tiempo.

jueves, 14 de enero de 2016

LaCuevaDeLosSentidos

Un mal día lo tiene cualquiera, y algunos puede que tengan varios. Madrid se convierte en una nube y sin pretenderlo, podemos volar. Cuando no es así, hace frío porque parece que se posó el invierno. En esos días también el sol se deja sentir.

Alsacia. Poco a poco me voy dando cuenta de que el lugar en el que aparentemente trabajo carece de diseño, a pesar de que intencionadamente se pretendió que así fuera. ¿Lo hizo un arquitecto? Lo dudo. Sí estoy convencido de que es una cueva. Una cueva repleta de sensaciones. Por allí, los días de frío de la estepa rusa se cuela la luz.

Andrés, ficticio, nos buscó en la cueva poco después de engordar el registro del paro. Personalmente no le recordaba. Al poco tiempo supe quien era. Compartía la esencia de Invictus, una fragancia de empresario, con nombre de película de Clint. El olfato tiene la capacidad de recordarme las miserias de otros sentidos. Andrés es un buscador con talento. Tanto que ha seguido el rastro de un programa de empleo. Espero que la próxima vez que regrese, tras otra experiencia laboral, mis sentidos estén algo más sincronizados.  

Por las tardes en la cueva, al calor de hogueras artificiales penetran suficientes haces de luz. Validan la esencia de la realidad, de esa que está allí fuera. Así la cueva cumple su función de cobijarnos. Todavía no nos hemos dado de lo insignificante que es este espacio en comparación con la vida que gira a nuestro alrededor. Me imagino que antes de creernos ricos, cuando la esencia era la supervivencia, daba igual la guarida empleada. En esencia importaba más el motivo por el que luchar, que el medio en el que alojarse.


En una de esas tardes, escuché al Doctor Empleo “metaforsear” sobre algo parecido en relación al trabajo. Revindicaba no sé a cuento de qué su preferencia por una cerveza bien servida. Descartaba los bares con aires de grandeza, de registros – engordados – de mil y una variedades de lúpulo bebible y vasos donde servirlas. Una cerveza es una cerveza, no más. Una cueva, un refugio en nuestro camino. La esencia de nuestro trabajo, una circunstancia a mejorar. Puede que unas gotas de “Invictus” sirvan de carburante para echar a andar. Le preguntaré a Clint que opina de todo esto.

viernes, 8 de enero de 2016

ElCamaleón

La cuesta de enero, la llegada del crudo invierno, o vaya  usted a saber, son ideas trágicas impuestas tras el derroche de la navidad. Tras escalar los picos de las celebraciones, toca descender hacia el valle. La depresión geográfica se impone al igual que la bajada en el estado de ánimo. Sin embargo, a pesar de mi inclinación hacia la melancolía, atravesar el crudo invierno me genera ilusión. Todo sea porque al final de esta etapa me toca cumplir años, o simplemente porque los días tienen más luz y empiezan a surgir los primeros brotes de vegetación. No obstante comprendo perfectamente el pesar.

En la cueva diseñada por un arquitecto, que ya sé que no fue prestigioso, se respira un ambiente de decadencia. El temido invierno se cuela por los rincones y las semanas comienzan a alargarse. Aunque la crudeza del frío belicoso fue rusa, constantemente pienso en el invierno en Alsacia como un hito más de una cruenta batalla. No hay fusiles para defendernos porque no hay enemigos. Por no haber no hay personas. Somos  pocos.  Mi único rival decididamente es  el 70. Con este vehículo articulado pugno diariamente montado en mi bicicleta. A pesar de que siempre salgo derrotado, en ocasiones perdido el 70 entre tanto semáforo me permito darle paso y acto seguido, tras detenerse el autobús, esprinto como un pistar, talla no me falta. Venganza.

Mi sentir quizá este matizado porque he estado ausente y según la teoría de Sherk, mejor fuera que dentro;  corazón que no ve, corazón que no siente. Por eso me puede el optimismo y lo plasmo en esta metáfora, al igual que la falta de referencia de un adolescente en concreto. A pocos he podido ver. Quizá por eso he repasado metáforas anteriores y he conectado de nuevo con Clint. Una cosa ha tenido que ver con la otra. Leyendo metáforas y comentarios que alguno cuelga adyacentes a éstas, he recordado aquello del camaleón que me dijo el propio Clint. Un matiz al traje de neopreno que se pone el guapo Moreno. A vueltas con nuestra profesión, Clint decía que cuando hablamos con algún joven nuestra tarea no es otra que la de mimetizarnos con el ambiente, en este caso con la persona con la que hablamos/intervenimos. La riqueza de esta cualidad nos permite tener criterios diferentes ante casos similares y todo porque la dicotomía del negro y el blanco no aporta mucho, nada más bien. Y esto sin perder la perspectiva y el criterio. El educador camaleón se puede vestir de rosa rey mago un día y al siguiente engalanarse con camisa de once varas, dispuesto a asumir las consecuencias.

Quizá ahora que el Doctor Empleo y el Padre perfecto andan  como putas por rastrojo, con perdón, sería bueno que aplicaran la máxima del camaleón. Por eso aunque tengan que llevar un traje gris, casi negro, no deberían dudar que pronto, muy pronto,  antes de lo que ellos se esperan, llegará el momento de enfundarse un traje del color del arcoíris, algo así como el neopreno perfeccionado.