La vida contiene paradojas, guiños inocentes de quien no
sabe guiñar, con los dos ojos cerrados al unísono. Situaciones que escribirías
en el muro de Zuckenberg porque no puedes estar callado.
Esta semana me he
arrancado por Mendoza, y eso genera inquietud. No en todos lo libros te
encuentras ante una de los mejores plumas, ahora teclados, de la literatura. Mendoza
es un ángel que se ríe, creo, tanto de sí mismo como de los demás, sobre todo
de esos que piensan que el mundo tiene que ser triste porque es gris. Él sabe
que lo que nos salva en este entretiempo es la absurdez con la que hay que mirar
lo que nos rodea. Como un filtro de los que emplea Clint en su cámara. Sino de
qué íbamos a estar en este lugar gris, de boinas colapsadas, como si nada. Así
la envoltura previa , la paradoja es una palabra: Nenúfar. Algo semejante al McGuffin
de Hitchcook.
Para los que no lo sepáis, McGuffin es un recurso que empleó
el pervertido director británico para desarrollar las tramas de sus películas,
a pesar de que no tenían una relevancia significativa en la historia. Nenúfar lo
leí en la novela comentada de Mendoza, así, sin sentido, como un pequeño
MacGuffin. Igualmente allá en el local del pasillo interminable, mi querido
nihilista de apellido judío habló precisamente de Nenúfar, como si de un
McGuffin se tratase. Y todo era por introducir este término en un informe vacío,
de esos que se piden para no leerlos. Cierto es que a la añorada Isabel le
correspondía su revisión y hubiera encontrado el dichoso McGuffin. Esa fue
nuestra trama durante un tiempo, que hizo que los días se pudieran saborear aún
más.
Ya en la cueva diseñada por un prestigioso arquitecto, me
olvidé del McGuffin y de los nenúfares hasta, como he comentado, me he encontrado con
Mendoza. Y de paso, la metáfora, porque claro que todavía quedan nenúfares por
descubrir.
Fran fue asiduo participante en el local del pasillo
interminable y parecía ya perdido. Fran, de nombre inventado, hizo un curso
interminable para aprender a trabajar el cuero. Antes, acudía asiduamente a su
cita en el taller para buscar empleo. Allí disfrutaba con Judith porque no había
reglas exactas con el horario y podía hacer alguna de sus bromas sin pedir
permiso. Fran tiene sus capacidades dislocadas, un poco más que las del resto
de la humanidad. Se puede decir que su situación le convierte en una extraña
flor que no necesita, por ejemplo, posarse en la tierra para alimentarse. ¿Un nenúfar?
Es posible. Por eso ver a aquella peculiar flor en la que se había convertido
Fran entre otras tan diferentes, como si pertenecieran al mismo jardín, suponía
entender perfectamente la trama de nuestra actividad. Entonces sonaba la música.
Judith silbaba. Por lo menos aquello era armonioso.
Desde el traslado a la cueva, Judith había perdido el ritmo.
Esta semana con la aparición de Fran, he oído a Judith silbar.
Si mi querido
nihilista de apellido judío, o la añorada Isabel preguntaran por el nenúfar en
un informe, podré decirles que ya lo he encontrado, que es real y suena como
el ritmo de los silbidos de Judith.
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