El guapo Moreno
tiene su neopreno en propiedad. Cuando lo lleva puesto, que últimamente es en
la mayoría de las ocasiones, habla con soltura, ironía y un humor
desternillante. A él le ha dado por eso. Por su parte, el Clint original, optó
por comprarse una colchoneta. Ni recordaba que lo hizo. Este es el motivo por
el navega con rumbo hacia otros puertos. Aparte del uso y disfrute de este
medio de transporte, creo que por fin habrá llenado de grapas, su
rebosante bote de cristal. Al respecto
de esto último, cuando conocí a Clint, me contó una bella metáfora sobre cómo
entendía él las relaciones laborales. Me pareció interesante y práctico en una
época en la que se podía elegir trabajo. Clint llevaba consigo un bote de
cristal, de tamaño intermedio, como uno de esos tipo “Ligeresa”, de medio kilo.
Cuando Clint reciclaba material, y eliminaba grapas, o clips dañados, los
guardaba en ese bote. Cuando se llene me voy de aquí, me dijo. Pero nunca se
produjo esta circunstancia, de la manera que él lo contaba. Tuvo que salir
corriendo, al igual que tantos otros, como los judíos huyeron cuando llegaron
los nazis. Por eso ahora que le da por viajar en colchoneta, sé perfectamente
que ha contado uno a uno los clips, las grapas, e imaginariamente ha llenado su
bote de “Ligeresa”, con destino a otro lugar.
Con el guapo
Moreno y el Clint original, compartí una
de las experiencias laborales más apasionantes
de mi vida, recomendable de experimentar para quien todavía cree en el
superhéroes. De aquella época ellos guardan – o han diseñado – su objeto
fetiche – neopreno y colchoneta -, que les permite subsistir. Sin embargo, a mí
me faltaba el objeto mágico, por mucho que haya querido mimetizarme en
personajes mejor o peor construidos. Por casualidad, a través de la última
metáfora,
la del embudo, he podido descubrir cuál es. Por su puesto que es este
objeto que, en el fondo, sin saberlo, ya he ido utilizándolo de forma intermitente.
El embudo guarda los secretos ancestrales del teletransporte. Me permite viajar
a donde yo quiera, y vivir experiencias fabulosas, aunque a veces no deseadas.
La ley del embudo puede ser cuestionable por su carácter discriminatorio, pero
cuando uno se coloca este objeto en la cabeza, todo se ve diferente.
Durante esta
semana me he puesto el embudo en varias ocasiones. Me fui junto a Judith al
desierto del Gobi a tomar varias infusiones. Los camareros que allí habitan,
escasos y mal pagados, por otra parte, tienen la costumbre de utilizar sobres
de té del Mercadona. Para el precio al que lo cobran, ya podían utilizar otras
hierbas, un poco más finas. Le dije a Judith entre sorbo y sorbo que estábamos pasando
por una mala racha, que la prospección, nada que ver con la obtención de
petróleo, no estaba siendo eficaz y, por tanto, escaseaban las ofertas. Judith,
amable, entendía que ahora no era el mejor momento. Obstinado, al terminar la
infusión, me fui dando un paseo, emborrizado de arena.
En ese tránsito
recordaba a los príncipes de mi casa, sobre todo al mayor. Él me cuenta cómo
juega al futbol, sin que sea un portento en este deporte. Le gusta meter goles,
como a todos. Cuando esto ocurre, a menudo porque los partidos serán de un
marcador 120 a 119, me detalla el tiro y la celebración. A mí el futbol ya no
me va, o me va mal. No obstante uno
tiene sus principios. Por eso cuando ruge el Athletic Club, me aprendo los
nombres de su delantera, por lo menos. Sobre esta posición ya sé que hace
tiempo se fue un tal un Llorente, pero en muchas ocasiones cuando alguien me
pregunta cuánto mido, cita a este jugador, que me iguala en centímetros,
Fernando Llorente se parece a mí, o yo a él. Así me entretengo, esperando que
la prospección funcione y meta un gol virtual a algún empresario receptivo,
como Llorente hacía en el Athletic.
Llegué hasta el
palacio de hielo, donde podría estar Elsa, acompañando a Kaylin, nombre real y
complicado. Ella optaba a una oferta de camarera en una cadena de restaurantes
cinematográficos. El empresario golpeo la claqueta. ¡GOL! Con el embudo en la
cabeza, en pleno Gobi, se apareció una portería. Vestido de rojiblanco, personificado
en Fernando Llorente, melena al viento, cuando cayó del cielo el balón, di tal
chut que no paró de bailar el balón en la red durante 15 segundos. Era necesario.
Con el embudo de sombrero, retome la conversación con el empresario que decía a
Kaylin que en breve comenzaría a trabajar. Como cualquier delantero, por mucho que
colabore con el equipo, si éste no ve portería no es lo mismo. Es necesario
marcar, que por otra parte, es la gracia que tiene el futbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario